miércoles, 10 de diciembre de 2025

LEONARDO DA VINCI... DE LA FONTANERÍA

Practicar el arte de la cinematografía como lo hace uno, en pleno siglo XXI, es una rareza que roza lo quijotesco. En una era en la que basta con pulsar un botón para “grabar”, quienes seguimos filmando en película real nos hemos convertido en una especie de Leonardos da Vinci del audiovisual, obligados a dominar una suma de artes y oficios en una tarea que resulta incomprensibles para las hordas del digital. 


Porque filmar en cine en fílmico, o sea, cine de verdad, no es apretar “REC”, sino un proceso que exige disciplina, conocimiento técnico, paciencia y una devoción casi monástica.

En mi caso, todo comienza en el cuarto oscuro, recargando mis propios cartuchos de Single-8, ya sea extrayendo la película virgen de los cartuchos de Súper-8, o cortándola manualmente desde rollos de Doble Súper-8.
Cada metro de película pasa por mis manos, literalmente. Después viene el rodaje, sin ayudantes, sin asistentes, sin script, solo yo, la cámara y la luz.



Antes, toca mantener la cámara, ajustarla, engrasarla, calibrar obturador, limpiar mecanismos, y a veces fabricar piezas que ya nadie produce. Luego llega el montaje, cortando y pegando físicamente los fotogramas, con empalmadora, tijeras y cinta transparente, tal como se hacía hace medio siglo.

La sonorización, también, es a la antigua usanza: sincronizando manualmente, milímetro a milímetro, con cinta magnética o multipista, según el proyecto.
Y después, el telecine, que realizo yo mismo, cuadro a cuadro, ajustando color, exposición y contraste, para que la esencia de la emulsión sobreviva al salto digital.

¿Y el revelado? Ahí es donde el cineísta se convierte en fontanero (desde hace año y pico, cuando instalé la JoBo CPP Classic, revelo todo el inversible aquí; para el negativo, salvo que me quiera arriesgar en mensajería, sigo confiando en Retrolab)

Colos rajados debajo de mi procesadora Jobo CPP Classic

Porque los químicos del revelado (metol, hidroquinona, tiosulfato, blanqueadores ácidos), no solo transforman la imagen: también devoran los conductos del laboratorio. Idealmente, los circuitos de agua y de evacuación deberían ser de acero inoxidable. Pero cuando uno trabaja sin subvenciones, sin ayudas institucionales, sin respaldo político alguno (que pareciera sólo se otorga a los de la izquierda mas extrema), toca recurrir a lo que se tiene a mano: tuberías de plástico, racores de ferretería, juntas improvisadas, soluciones artesanales. Una alquimia moderna hecha con cinta americana, paciencia y fe, para que todo funcione.


Porque, en el fondo, filmar con película es eso: una cadena de milagros técnicos sostenidos por amor al oficio, una forma de resistencia frente al pensamiento único del píxel y la inmediatez.

Cada vez que proyecto una de mis películas sé que, detrás de esos fotogramas que parpadean en la pantalla, hay horas de ingeniería casera, de química, de óptica, de mecánica y, sí, también de fontanería.  No puedo evitar sonreír pensando que, quizá, Leonardo da Vinci, con sus ingenios hidráulicos y sus sueños de movimiento, habría disfrutado enormemente en mi laboratorioPorque en el fondo, eso somos los que seguimos trabajando con película: artesanos de la luz, mecánicos del tiempo, renacentistas de la imagen en un mundo que ya ha olvidado lo que es mirar despacio.

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