jueves, 11 de diciembre de 2025

SÚPER-8 CON MI MADRE, JULIA

Desde 2008 y durante el primer lustro de la pasada década —años marcados por la crisis financiera que afectó a tantos y que a nosotros mismos casi nos empujó, como a otros, al borde de la desaparición—,  rodé muy pocas filmaciones familiares en Súper-8. La vida se encogió, las preocupaciones crecieron, y el tiempo para registrar lo cotidiano pareció evaporarse. Incluso cuando filmaba algo, lo hacía a pequeños sorbos: de vez en cuando un cartucho de tres minutos, casi siempre con material caducado, esperando un futuro mejor.

Fotograma con el móvil de la pantalla de la moviola

Aun así, seguí filmando cuando podía fragmentos de vida, chispazos de mi existencia familiar, instantes que, en aquel momento, parecían modestos, casi triviales. Pero qué engañosa es la percepción cuando uno no sabe todavía lo valioso que resultará el mañana.

Estos días, después de cenar, cuando la casa está en silencio y el duelo se asienta con su peso suave pero constante, me siento a recopilar todo ese material. Voy montándolo, empalmando con cuidado, etiquetando las bobinas como quien clasifica pequeños tesoros recuperados del fondo del mar, visionando en la moviola aquellos en que aparece mi madre: caminando, sonriendo, hablando con su expresión única, moviéndose en este mundo de grano y color que ya pertenece tanto al tiempo como a la memoria.

Etiquetando las bobinas
Esas imágenes, que durante años dormían sin reclamar protagonismo, se han convertido hoy para mí en algo más precioso que la más costosa superproducción de Hollywood rodada en 70 mm y 15 perforaciones. Ninguna cámara IMAX, por sofisticada que sea, puede competir con la emoción contenida en esos rollos de tres minutos de vida auténtica.

Qué paradoja tan hermosa: lo que filmé de forma casi casual, sin pretensiones, es ahora un legado. Y lo es porque el Súper-8, con su fragilidad aparente, tiene un don que lo digital jamás podrá igualar: la permanencia física, una textura con alma, la certeza de que el recuerdo no se evapora con un fallo de disco, una nube caducada o un cambio de formato.
Las bobinas siguen ahí, silenciosas, esperando ser proyectadas, copiadas, telecinadas o escaneadas en cualquier sistema que surja dentro de veinte, treinta o cincuenta años, como cápsulas del tiempo que no piden nada y lo entregan todo.

Montando los rollos de cámara en bobinas mas grandes

Hoy, al revisar esas imágenes de mi madre, siento que el Súper-8 no es solamente un formato fílmico, sino que forma parte de un acto de amor, capaz de retener lo que el tiempo siempre intenta llevarse. Cada fotograma es un latido que vuelve, un gesto rescatado, una presencia que aún se deja ver entre luces y sombras.

Mientras guardo las bobinas ya ordenadas, pienso que menos mal que seguí filmando aquellos fragmentos, porque ahora son mi tesoro, mi manera de volver a ella, mi forma de comprobar, noche tras noche, que en el cine fotoquímico, como en la memoria verdadera,  los recuerdos son inmortales.

Hace unos 25 años que etiqueto con esta máquina






1 comentario:

  1. YO PASÉ UNAS NAVIDADES NOCTURNAS HACIENDO LO MISMO....TESOROS GUARDADOS EN CAJAS POLIURETANO QUE CONSEGUÍ en el mercado para transportar verduras,,,,con gel antihumedad....,,,,,,,

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