Ante la debacle de las salas de cine, como punto de encuentro obligado para los estrenos cinematográficos, siempre me topo con algunos que me comentan que a ellos les da igual pues, en casa, tienen un proyector de vídeo con pantalla de 3 o 4 metros.
Me callo, por cortesía. Pero no hay experiencia que supla la sensación de estar inmerso tras una pantalla de cincuenta pies (quince metros), o más, especialmente si es curva, naturalmente con cortinas, olor a moqueta, en comunión con otros espectadores expectantes ante el estreno que se avecina, y la proyección es no ya en 35 mm, sino en 70 mm. La liturgia de una proyección cinematográfica se completa con el apagado gradual de la sala, mientras se abren los telones, los acomodadores uniformados con sus linternas, el sonido del timbre de aviso a la cabina de que se puede iniciar la sesión y, si es posible, el enmarcado eléctrico de la pantalla para la relación de aspecto de la película.
Todo esto, conjugado, nos prepara para lo que se avecina: ¡un mágico estreno cinematográfico!
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